jueves, 21 de junio de 2007

Me estoy volviendo Friki.

Soy un desastre andante. Cada vez tengo menos prisa por hacer las cosas. La lista imaginaria de tareas pendientes aumenta constantemente, pero no me apuro. Lo mismo pasa con el desorden de mi habitación.
Cada vez disfruto más de la vida contemplativa. Soy capaz de estar sentado horas seguidas mirando a una pared en blanco y me siento feliz. Me siento relajado.
Huir del mundanal ruido, refugiarme en una estancia vacía. Sentir pasar el tiempo y disfrutar de ello.
Cada vez me gustan más las cosas antiguas. Creo que los años 70 marcaron punta en el progreso. Los coches de esa época fueron los mejores. La música evolucionó más que nunca. La gente era de otra manera.
Yo quiero volver a los tiempos de "cuéntame". A la revolución del 69. A ser el friki que madruga un domingo para lavar el coche y lleva una caja de herramientas en el maletero.
A los bocadillos de chorizo revilla, las gafas de sol con visera, la radio en onda media, un solo canal de televisión, el telediario de Matías Prats (padre).
A las monedas de veinte duros, los trenes eléctricos y la familia Monster los sábados por la mañana.
Me encantan las piezas de museo. Los coches clásicos, las lavadoras antiguas con su ruido chatarril. Los papeles amontonados encima de la mesa, el correo sin leer, y el olor del jabón de Heno de Pravia.
Ir los domingos a la playa con una tortilla de patata, una sombrilla y un termo con agua del grifo fria. Ahora todo el mundo va a la playa con latas de bebida del tipico chiringuito playero.

Aquellos radiocasettes enormes que había antes (ver foto abajo), y que la gente los llevaba a la playa o al parque con la cinta de Georgie Dann a toda leche.
Y qué decir de un buen botijo. Que rica sabe el agua en botijo con un chorrito de anís.

Robar manzanas de los árboles, coger cerezas después de que se quita el sol, jugar con camiones de juguete. Unir dos cascos de yogures con un cordel y hablar con el vecino.
Depender de una cabina de teléfono para poder hablar con alguien.
Los regalices de palo, y los petazetas.

Las pistolas de agua y hacer explotar globos con harina dentro. Saltar a la comba y jugar al cascayu. Ir a las sidrerias a pedir chapas de las botellas para jugar a las chapas. Recuerdo que la chapa del mosto Greip era muy dificil de conseguir, y por la parte interna se ponia una foto del ciclista favorito.
Pintar con tiza las aceras y compartir una bicicleta con los amigos en el parque. Todo el mundo usaba la BH de paseo. La mariconada de las mountains bikes fue después.
Hacer una pelota con trapos y periodicos y aviones de papel.


Debo ser muy raro, porque me gusta oir gritar a los niños de los vecinos, dormir con la persiana subida hasta arriba para que entre bien la luz y no cerrar nunca la puerta de casa con llave.

Soy capaz de estar una hora bajo el agua de la ducha caliente antes de empezar a enjabonarme, salpicarlo todo, inundar el suelo del baño. Y me encanta. Después el olor a jabón huele en toda la casa.

Ir al monte a merendar y comer chocolate a escondidas. Cuando mi abuela me daba veinte duros callando de mi madre, iba a la tienda a comprar leche condensada, en botes de 740 grs, y con una cuchara me escondía a comerlo donde nadie se enterase.
La leche condensada ya no sabe como antes. Ahora todo es light. Antes la única mayonesa que había se llamaba MUSA, y era la más rica.
Se iba a casa de los amigos a jugar, y se podía estar en la calle por la tarde sin que un loco viniese a secuestrarte.


Continuará.




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